Un conjunto de palabras se
aglomeran en la puerta para salir, todas alocadas, desesperadas e intranquilas.
Estruendosas preguntan si están muy ruidosas y alguien les responde: ¡Cállense!
Concebidas para expresarse
no aguantaban ante semejante situación; también era su derecho desahogarse.
Esas palabras que juntas y
sin decirse se vislumbraban muy seguras pero a la inminencia de exhibirse
demasiado asustadizas. Reclamaban que debían ser habladas, y sí, con sosiego.
Entretanto alguien
exclamó: ¡Qué alboroto es este!
Un rebullicio en esa
habitación. Palabras que se atormentaban entre sí enardecían la razón; arrinconadas
por ser numerosas, algunas malintencionadas (no todas) y otras simulaban de precisas.
Oraciones corredizas, palabras
largas y cortas, se acomodan en el umbral donde su meta es completada ante los oídos que aspiran les escuchen con sensatez.
Con estrépito una sentencia
escapa fugaz, la frase más traviesa que a nadie espera y no medita; luego de tanto
reñir se lució ante su oyente haciéndole enmudecer. Un silencio aterrador y
doloroso invadió afuera y al saberse responsable del caos que causó a su salida, lágrimas como cristales ahora se escurren por sus mejillas.
Después de esas palabras
hubo lamentación.
Proverbios
15:4 “La lengua apacible es árbol de vida, mas la perversidad en
ella quebranta el espíritu”.
Meligsa Funes
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